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viernes, 31 de diciembre de 2010

Por 50 ctm.

Por Paco Torres.
A pesar de la barba blanca y larga, el sombrero de paja color crema y los años que hacía que no nos veíamos, lo reconocí de inmediato: Andrés.
Ambos trabajábamos en la misma empresa, y pertenecíamos a su comité, cuando lo del reajuste. Firmamos la lista que presentó “El inglés”, así llamábamos al gerente. Todos menos Andrés, el dijo que aquello no era una lista sino una venganza. No importó, aquellos operarios, señalados por “El inglés” y corroborados por nosotros, fueron despedidos. Después le tocó al personal de oficina. De inmediato pensamos en Carmen. Ella era la mujer de Andrés (la segunda mujer, se habían conocido en la empresa).
El inglés mando llamar a Andrés, estuvieron más de una hora a solas. Después de aquella reunión nuestro compañero salió de la empresa. Ni él, ni su compañera, que también abandonó la empresa-por otro trabajo-a los pocos meses consintieron en dar explicación alguna.
Ahora volvía a tenerlo allí, frente a mí, con su tenderete. Una mesa y una silla de playa. Él acomodado en la silla y detrás un cartelón que decía:
“SE RECITAN POEMAS- 50 céntimos.
Más de 100 títulos, ELIJA EL SUYO”.
Yo iba paseando con unos amigos, me hice el rezagado.
-¡Hola Andrés! ¿Cómo estas? Le pregunté. Y Carmen.
-Carmen me dejó hace tiempo. En cuanto a mí… ya ves.
-¿Qué paso, Andrés?
-¡Joder macho! Eres duro.
-Por favor.
-¡Qué iba a pasar, hombre! El inglés me lo puso claro, el hijoputa, o Carmen o yo. Ambos sabíamos que con vosotros no podía contar así que…
EL inglés, cabrón pero listo, me ofreció” el improcedente” y respetar el puesto de Carmen, a cambio de largarme rápido y en silencio. Acepté.
Ella no pudo soportar continuar en la empresa sabiendo porque seguía. Después me toco a mí…, adiós al capullo idealista…Y aquí me tienes.
-Ya te veo. Todo para vender recitativos a 50 céntimos.
Bueno…por lo menos sigo teniendo algo que ofrecer; y tú, que me cuentas.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Noviembre

Por Pepe de la Torre.

El miércoles comienza a escribir su diario y me dispongo para mi ruta. Al abrir la puerta para salir, dejo pasar amablemente a los que entran.
-Buenos días.
-Buenos días, gracias.
La calle me arroja al rostro su densidad otoñal amenazante, un ambiente hecho masa viscosa, casi sólida, donde se pueden colgar recordatorios con chinchetas. El paisaje de color ocre pastel presenta ángulos ajados y relieves difuminados, objetos sin sombra y tejados lacrimógenos. Da la impresión de que el mundo se recoge sobre sí mismo.
Los árboles hierven en sinfonía y vomitan sin orden sus hojas en caída helicoidal. El suelo es una masa de podredumbre. También el sonido del alquitrán es más grave que otros días. Los distintos coches dan la misma nota.
Serpenteo inseguros pasos peatonales de las obras del metro y carriles-bici inacabados
-Por favor...
Una ciclista sin timbre me sorprende. El sobresalto me hace retroceder y caigo sobre otra bici compañera. Andar por las aceras es un riesgo cotidiano, además de tener que esquivar milagrosamente los restos escatológicos.
Paso por un barrio, cuyas casas son tinglados de retazos de hojalata.
-¡Tanta ruína!
Me sorprendo hablando solo por la calle, igual que tantos con los que me cruzo. Que no se me olvide reclamar el arreglo de la instalación del gas, todavía en garantía.
Llego a las escalinatas sin rampa junto al colegio. Madres con carritos:
-¿Le ayudo a bajarlo?
-Gracias, muy amable
De pronto, mirando mis propias pisadas, caigo en la cuenta de que no me he limpiado esta mañana los zapatos.
Voy buscando un buzón de correos, pero todo aquel al que quiero preguntar está hablando por el móvil. Solo me cruzo con caras grises, inexpresivas.
Tiempo en crisis e incómodo, como todo lo cambiante.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Vergüenza

Por Miguel Ángel Jiménez.
Escucho de nuevo sus gritos. Esta vez a la humillación se une la vergüenza de que me dirija sus improperios en la calle, bajo la mirada, que oscila entre la curiosidad y la diversión, del resto de la gente. De nuevo la tentación de salir corriendo, de abandonar el infierno en que se ha convertido mi vida desde un tiempo tan remoto que ya que no recuerdo cuando fue el instante del primer improperio, de la primera salida de tono. Me reprocho mi debilidad, el no haberle sabido parar los pies en aquel momento. Aguanté los chillidos, pero ¿por qué soporté aquel golpe? Es como si me faltara sangre en las venas, como si la vida no me diera más opción que agachar la cabeza y desear secretamente que esta vez sea la última, tratar de comprender su punto de vista y las faltas propias que motivan una respuesta tan radical por su parte.

Como de costumbre, al pensar en huir, en salir corriendo hacia una vida nueva, me detiene la mirada de mi hija, que me observa con unos ojos entre asustados y afligidos. ¿Me odia por mostrarme tan débil? No puedo evitar evadirme de la realidad, mirar hacia los árboles, hacia los tejados de esta plaza tan hermosa donde todavía llovizna, pero a la que el Sol que se asoma entre las nubes dota de una luz extraordinariamente brillante que contrasta con la negrura que anida en mi corazón. Envidio a aquellos que se han parado sin demasiado disimulo para observar a distancia mi drama. Mi mujer sigue gritándome, no sé exactamente de qué me habla. La miro desafiante, pero ella levanta la mano y me pega una sonora bofetada. Escucho las carcajadas de la gente alrededor.

martes, 14 de diciembre de 2010

9 de diciembre

Por Yolanda Bautista.
Juan salió a la calle. No reconoció a la persona que entraba en ese momento en el portal y que le saludó.
-¡Hola!
-¡Ah!, hola Ana. Perdona, es viernes y...
-Ya, ya. Pensando en llegar a casa, ¿eh?
Después de unos minutos de conversación se despidieron quedando para una futura llamada y un posible café, que ambos sabían que olvidarían de plantear. Se subió a su coche y marcó el número de su madre. Después inició la marcha.
Maribel se afanaba en la cocina. Estaba a cargo de cuatro fogones pero también tenía tiempo de conversar con María.
-Hay que ver lo bonita que está la nena y lo lista que es. Me acaba de cantar el abecedario.
-Está muy contenta en el cole pero no se cansa de jugar. Allí la he dejado con los demás niños. Menos mal que no es muy traviesa.
En el comedor, Fernando estaba colocando servicios. Se dio cuenta que ya no le temblaban las manos y cuando comprobó que todo estaba a punto, entró en la cocina.
-¿Cómo va eso? Esta noche vamos a ser doscientos, y con nosotros cinco.
-Hay para todos. Caldo de gallina, pollo y redondo relleno con guarnición y natillas de postre. Voy a ver a Laura al cuarto de juegos, quédate con María- Maribel salió.
-¿Has hablado ya con ella?- dijo María sonriéndole-. Es que no sé, te veo contento.
-No, todavía no- se ruborizó-. Hoy solo he ido una vez al dispensario.
María le abrazó y Juan, que entraba en ese momento con el gorro de cocinero puesto, dijo: -¡Hacedme sitio que me uno! Fue un momento especial.
Permanecieron en la cocina una hora más y ya al borde de las nueve empezó a llenarse el comedor.
Juan es arquitecto, Maribel recibió ayuda cuando lo necesitaba, María está jubilada y Fernando es un enfermo en rehabilitación. Son voluntarios en un comedor gratuito y cada Navidad, desde hace cuatro, sirven la cena de Nochebuena.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Miedo a lo desconocido

Por Rosa Gatón.
Hace tiempo que tengo pesadillas, no puedo conciliar el sueño y me han dicho que tenga cuidado: hay un hombre malo que coge a las niñas.
Todos lo describen como un hombre alto, desgarbado, de cabello largo muy enredado, manos grandes agrietadas y las uñas negras, ojos hundidos y la mirada perdida.
Tenía miedo de encontrarlo en cualquier esquina: oía sus pasos cerca de mí y procuraba caminar a paso ligero para que no me diera alcance. Todas las niñas del colegio también estaban asustadas. Es difícil explicar cómo se puede sentir miedo de alguien que no había visto nunca, pero lo sentía.
Siempre iba acompañada, pero si alguna vez bajaba sola a comprar golosinas al quiosco, miraba bien a cada lado de la calle para asegurarme que no estaba ese hombre. Pasó el tiempo y supe sin tener que preguntar a nadie, que nos habían engañado; este hombre no hizo daño a nadie.
Nunca entendí por qué desde pequeños nos inculcan miedo hacia unas personas dándonos su descripción, estado mental, incluso el nombre sin haberle preguntado nunca cómo se llama, pero eso da igual, siempre será “el hombre del saco”.
Generalmente son mendigos, marginados de la sociedad y con las facultades mentales perdidas, cuyo único pensamiento es conseguir algún mendrugo de pan que llevarse a la boca; están demasiado ocupados en sobrevivir como para hacer daño a nadie.
Sin embargo hay otros “hombres de saco” y “brujas” con los que convivimos y nadie nos enseña a conectar la alarma; maltratadores, manipuladores, estafadores… que cuando tenemos noticias de ellos es porque nos han causado un dolor profundo y un daño irreparable.
Ahora que he conocido la maldad, quiero rendir homenaje a los inocentes “hombres del saco”.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Pasión

Por Amor de Pablo.
Es Jueves Santo. Las campanas no dejan de tañer. A pesar de tener las ventanas cerradas a cal y canto se oye su repique. Está chispeando, como se dice en Andalucía cuando comienza a llover. Las gotas golpean los cristales acompasando su ritmo a las campanas y a los tambores que acompañan los tronos.
Atado a la columna aparece la figura del Nazareno; el imaginero consiguió una perfección en la desnudez del torso y el verismo de las heridas que casi resulta obscena. Detrás viene la imagen de la Virgen. En su cara la mueca de dolor es tan dramática, que la impresión es que va a desfallecer de pena.
El olor a mandarina mezclado con el humo de las velas y el incienso invade la calle entera. Los hermanos mayores alzan sus ojos al cielo con preocupación: si continúa lloviendo no les quedará más remedio que encerrarse. Los fieles rezan ahora para que las nubes se vayan; han dejado las plegarias personales para volcarse en una petición comunitaria: que la procesión no se estropee. Llevan todo un año esperando para lucir sus mejores galas, para que todos puedan comprobar cuán fervorosa es su pasión y sería una lástima que todo se perdiera por un triste aguacero.
Ahora parece que el cielo se despeja, sube el rumor de la gente dando gracias por poder continuar esta fiesta de sangre y sufrimiento. En un balcón una mujer enlutada trata de emular la cara de la Virgen en un gesto horrible, mientras de su garganta sale el quejío de una saeta.
Pero todo esto yo sólo me lo imagino, porque no formo parte de ese público entregado al Jesús del madero, como cantaba Serrat. Yo estoy a tu lado compartiendo la rendición de nuestros cuerpos después del éxtasis. Viviendo una tarde de pasión.

lunes, 6 de diciembre de 2010

El simulacro

Por Amelia de los Ríos.

Suena en la megafonía: ¡Orden de desalojo, por favor, todos por la escalera de emergencias! Se coloca el chaleco amarillo fluorescente y ya está preparada. Esta vez le toca revisar la última planta. Las instrucciones son claras, hay que hablar con voz fuerte y firme; el que recibe la orden no debe dudar en cumplirla. Tiene claro todos los pasos: ir despacho por despacho, baños incluidos y comprobar que no queda nadie. ¡Objetivo cumplido, la planta está vacia! Pone el extintor como señal de la conclusión, cierra la puerta ignífuga y se dirige a la escalera, donde encuentra a una chica parada, que le está esperando y con resignación le dice:
-Tuve un accidente y no puedo mover la pierna, así que ¿cómo bajo?
-El ascensor no funciona, es lo primero que bloquean. Aviso a seguridad para que lo sepan y me quedo contigo hasta que lleguen -contesta.
No puede contactar con el control, nadie responde al teléfono, parece que la centralita está desierta pero sigue intentándolo. Solo quedan las dos, el resto del personal ya ha bajado.
Duda qué hacer, se para a pensar. Así no es como la situación estaba prevista. Un ruido llama su atención, va creciendo el volumen hasta que se distingue la sirena de los bomberos. ¿Qué hacen aquí si solo es un simulacro? Sigue sin contestar nadie.
Se miran y callan al darse cuenta que se ha hecho el silencio, el silencio más absoluto, solo se oye la respiración entrecortada de las dos y sus pulsaciones aceleradas; entonces comprenden: ya es demasiado tarde, están solas y nadie las va rescatar; se cogen de las manos y se abrazan, sintiendo cada una el cuerpo de la otra para compartir ese momento, hasta que la oscuridad las envuelve.

jueves, 2 de diciembre de 2010

300

Por Isabel Garrido.

Miles de seres se agolpaban en la oscuridad del edificio. El leve temblor de sus colores hacía sospechar su nerviosismo. La penumbra, iluminada en zonas por la Luna, revelaba que las ruinas que cobijaban a estas criaturas eran tétricas, extrañas y magníficas. No se oía ni un sonido, todos estaban expectantes y nerviosos.
Uno de ellos, alas blancas y azabache, atravesó penumbras y sombras, revoloteando en lo que podría definirse como una danza cuyo significado era mejor no conocer. Se posó en los labios de la muchacha que observaba aquello con aire ausente, fijas sus pupilas blanca y negra.
—Más gente conoce nuestro secreto. —Un parpadeo de colores en forma de aleteo fue la respuesta—. Möderic está en peligro.
Se acercó a la gran ventana a sus espaldas, cegada con maderas, y observó a través de un hueco el bosque exterior y el cielo despejado. Se volvió a ellos.
—Möderic está en peligro -Repitió en un susurro apenas audible. Su piel blanca y su vestido de todos los colores imaginables destacaban bajo la luz nocturna. Le daban un aspecto etéreo y perturbador.
—Volad, pequeñas. —Al decir esto, remontó de sus labios el vuelo el ser blanco y negro, y ejecutó su extraña danza una vez más—. Volad y recorred el mundo. Posaos con inocencia en las flores. Que nadie sospeche de vosotras.
Una nube de colores invadió el Santuario. Se mezclaron unas con otras, chocaron a veces, y bailaron. Un sonido extraño e inexplicable las acompañaba. Luego, salieron a la oscuridad de la noche y se perdieron por el horizonte.
—Mientras sigan pareciendo inocentes mariposas, nadie podrá entrar en Möderic, en su tumba. —La criatura blanca y negra bailó ante sus ojos y volvió a sus labios. Ella cerró los ojos.
La noche fue más oscura a partir de entonces.