En el retrato hubo más inspiración y, por ello, son más los ejercicios colgados. Si bien, me reservo una pequeña joya, para el momento oportuno. Su autor, no desmereciendo en nada a los presentes, hizo un ejercicio sobresaliente. Cuando él cuente con las horas de sueño suficientes, y recupere el sosiego con el que le reconocemos, será su hora. A los demás, os felicito, con igual entusiasmo…Y ya llegará, el momento de otros, y sus ejercicios de prosopografía y etopeya.
Por Isabel Garrido.
A pesar de su seriedad evidente, en su interior se guardaba un agudo y afilado sentido del humor. Su rictus, sin embargo, evadía aquel pensamiento de la mente de los demás, con su bigote de aspecto serio remarcando el efecto. Su mirada, clara y azul, reía cuando él, con su tono más serio y pausado, usaba su aguda ironía con el mundo. De cabello entrecano y castaño, alto y de grandes proporciones, su aspecto de hombre serio de negocios, quedaba remarcado. Hablar con él era compartir una experiencia en sabiduría, enriquecedora para los sentidos.
Por Amelia de los Ríos.
Porte erguido, andar sereno, a pesar de su pequeña talla y frágil aspecto, su sola presencia transmite fuerza y seguridad; con penetrantes ojos negros y mirada limpia; cuando habla llena el especio, nada más que existe este momento: se para el tiempo y sus palabras son música para tus oídos, que te transporta a otra dimensión.
Por Jorge Muñoz.
Mi abuelo se llamaba Sebastián Pogues, y era portugués. Hombre de pueblo, aunque nervioso en su mirada, su voz parecía tranquila, reposada. Su piel estaba muy arrugada…El sol de años y años había hecho de las suyas sobre aquella piel tostada y acartonada. Un pequeño bigote le cubría bajo la nariz y sus orejas eran grandes y blandas. Las manos eran ya huesudas, pero llenas de fuerza, con sabor a tierra y a trigo. Era firme en sus decisiones y, aunque seco como la tierra donde vivió, sabía dar a cada uno lo que le pertenecía. Su vida había sido incansable, dura…pero marcada por su destino, un destino que se reflejaba en su modo de ser, recio y seguro de si mismo y, a la vez, sensible, quizá a solas, cuando casi nadie le veía.
Por Yolanda Bautista.
Su cabello cobrizo formaba ondas que se deslizaban hasta debajo de su barbilla. Brillaba con la tenue luz de las estrellas en la noche cerrada y solía recogerse, caprichoso en tirabuzones pequeños, que pendían en total libertad. El rostro, ovalado y pequeño, era un lienzo de singular blancura, que de repente se volvía rosado cuando se turbaba su ánimo. Era de naturaleza inquieta y sabia pese a su corta edad. Comprendía tanto, que se vislumbraba en el centro de sus ojos que así era. Sí. Ella tenía la mirada de un espíritu sabio y las maneras de un adulto, pues en su modo de hablar había una gravedad y una certeza que dejaba confusos a los que equivocadamente se dirigían a ella como si su circunstancia la sentenciara. Generosa y compasiva, también risueña y soñadora -que algo tenía que quedar de su condición de chiquilla-, disfrutaba mucho de sus excursiones con sus compañeritos y compartía con ellos las manzanas de los árboles y las historias que les contaba, a veces de un libro, otras de un cuaderno que escribía.