Se dice, cuenta o rumorea que algunos buenos ejercicios del Taller quedaron en el tintero. No se trata de erigirme en juez de la cuestión, sino en mensajero -cotilla -cumplidor. Empiezo por el de los zapatos y me gustaría continuar por el del Soldado de Paco (si me lo manda por mail, porque servidor ya no lo conserva).
Como mi oído no es tan fino como quisiera, os ruego me advirtáis cuántos más se quedaron, injustamente (o no), fuera de juego, e intentaré saldar cuentas. Ya me diréis.
Por Amor de Pablo.
Ante todo presentarnos. Somos un par de zapatos de color ocre con cordones. En el lateral llevamos impreso el dibujo de una selva. Podría decirse que nuestro estilo es moderno a la par que práctico. Dos cualidades que no suelen ir juntas ni a comprar tabaco. La persona que nos adquirió lo hizo por comodidad; la suya se entiende. Lo que no sabía es que además de cómodos resultamos ser bastante inquietos.
Nos gusta más la vida de verano que la de invierno. Debe ser porque vamos a sitios que no conocemos y pisamos suelos distintos.
En invierno, cuando nos toca salir, casi siempre hacemos el mismo recorrido. De lunes a viernes primero pisamos el suelo de la casa, de terrazo normal y corriente. En la casa el único suelo que tiene algo de interesante es el del baño. Es de gres blanco con motitas grises y si te quedas mirándolo fijamente, a veces, se pueden ver caras de animales o de personas. Después toca pisar el rellano de la escalera, el ascensor, el suelo del garaje y por último subimos al coche. Los pedales ya casi son una prolongación nuestra. Pero precisamente porque los pisamos tan a menudo no encontramos nunca una novedad digna de recordar. Si vamos a la piscina aún cabe la posibilidad de llevarnos alguna sorpresa. Si el suelo está mojado patinamos y aunque esta acción no está exenta de cierto peligro, a cambio ofrece una pequeña dosis de aventura. Por lo demás es un suelo de linóleo bastante insulso y aburrido. El suelo del trabajo es como el propio trabajo, monótono y corporativo. Todo igualito, igualito para que no nos sintamos diferentes unos de otros.
En cambio, en verano la cosa cambia. Los lugares suelen ser desconocidos. No hay una sensación igual a la de pisar un suelo por primera vez. Además de la novedad es la variedad. Pisamos suelos de mármol, de madera, de arena, de tierra, de adoquines, de gravilla, de asfalto. Las posibilidades parecen no agotarse jamás.
Cuando fuimos al Algarve el camino que llevaba hasta la playa era de chinillos blancos y redondos, brillaban con el sol y estaban muy calientes. Era bastante difícil mantener el equilibrio encima de aquellas piedrecitas. El camino acabó desembocando directamente en la arena. Una arena de color tostado que parecía pan rallado, tan blanda y espesa que nos hundíamos y se nos colaba por dentro como si fuera una invasión de hormigas.
Esa fue la primera vez que viajamos. Y a partir de ahí ya fue no parar.
Al año siguiente fuimos a París. Nuestro primer vuelo. ¡Qué emoción! Pues no. Nada de emocionante tenían los pasillos del aeropuerto, ni el finger para entrar en el avión y no digamos ya la moqueta del dichoso avión. Valientes suelos más sosos. Eso sí, en el momento que pisamos el suelo de París propiamente dicho, ahí sí que nos cogió un nerviosismo peatonal y más parecía que volábamos en vez de andar.
El primer contacto fue nada más y nada menos que con el césped de los Campos Elíseos para acabar llegando al asfalto justo debajo de la Torre Eiffel. Luego sentimos crujir debajo de nosotros el parquet de las escaleras del apartamento. Por la mañana, nada más salir pisamos las escaleras y pasillos del metro. Nos produjeron una sensación desagradable con tantos chicles pegados y tantas meadas, tanto humanas como caninas, sospechamos que más de las primeras que de las segundas. Pero esta sensación fue recompensada por la vibración que producían los vagones; nos subía por las suelas y hacía que tembláramos como hojas. Al descender del metro, por supuesto, pisamos los adoquines y a nosotros también nos parecía que debajo de ellos estaba la playa. Que además de ser unos zapatos cómodos e inquietos, también somos culturetas.
Ese día visitamos El Louvre. Aquí nos pusimos las botas. Metafóricamente hablando, claro. La rugosidad de la piedra, la lisura del mármol pulido, las imperfecciones de los tablones de madera, los granitos de tantos colores… Nunca antes habíamos pasado por tantas variedades de suelo en tan poco espacio de tiempo. Eso sí que era una borrachera de suelos. Claro, al día siguiente estuvimos de resaca. Al llegar la noche nos colocaron en una ventana y ahí estuvimos todo el día sin tocar otra cosa que el alféizar plagado de mierda de palomas. En fin, un día para olvidar. Menos mal que aparte de todas las cualidades antes referidas, también tenemos mala memoria y no somos rencorosos. De todos modos nos consolamos un poco cuando unas sandalias de cuero marrón nos contaron que ellas habían estado todo el día en Euro Disney. Justicia poética, parece ser que se llama eso, ya que las sandalias iban de ultra elegantes y hasta ese momento no habían querido relacionarse con nosotros. Que les den betún, por presuntuosas.
Dejando París atrás, hace un par de años fuimos León, (se ve que ya empezaba la crisis), y en lo tocante al suelo tuvimos una experiencia parecida a la del Louvre.
En la misma plaza donde se alza la catedral de León, existe un caserón señorial del siglo XIX ahora reconvertido en museo. Para combatir la inclemencia meteorológica que reina por esos lares, los tres pisos de que se compone la casa tienen el suelo de madera. Pero no de tarima flotante, ese invento de Ikea que no es otra cosa que un quiero y no puedo, sino de anchas y robustas tablas de roble. Posarnos sobre ellas y oír el sordo golpeteo de nuestros pasos nos produjo un sentimiento de envidia por no ser unas chinelas de tacón. Se nos pasó en el momento de entrar en las habitaciones, que o bien estaban enmoquetadas, o bien cubiertas por espesas alfombras, y desde luego habría sido un crimen ir dejando perforantes huellas, si nuestra condición de zapatos planos se hubiera metamorfoseado en las codiciadas chinelas. Ahora bien, al entrar en el cuarto de baño y descubrir que sobre las baldosas hidráulicas otra vez producíamos ese ruidito tan insustancial, volvimos a sentir nostalgia de los tacones. Total, que salimos muy felices de la casa, pero con una desazón en nuestro alma de zapatos que no habíamos sufrido antes. A ver si estábamos entrando en la adolescencia esa que padecen los humanos. Para tranquilidad de propios y extraños hemos de aclarar que gracias a la mencionada falta de memoria que tenemos, se nos quitó la desazón enseguida.
Y bien, llegamos al verano actual. Empezó mal, estuvimos a punto de terminar nuestros días en una bolsa para la beneficencia. Oímos que pensaban sustituirnos por otro par de zapatos, primos hermanos nuestros para más INRI. Debido a una mágica combinación entre la famosa crisis y las rebajas, nuestra dueña no encontró el número que le calzara su pie.
Hay que ser justos. Los pies que nos llevan nos prefieren a los demás zapatos y nosotros, en agradecimiento, procuramos no hacerles ni una sola rozadura. Además, nos hemos acostumbrado tanto a ellos que ya ni siquiera nos molestan sus sudores y sus hongos.
No sabemos muy bien por qué, pero lo cierto es que ahora nos cuidan mejor. Nos untan con crema incolora para no estropear el dibujo y nos lavan los cordones. Y en vez de meternos de cualquier modo en el mueble junto al resto del calzado, nos guardan en una caja envueltos en papel de seda. Al principio este cambio nos asustó un poco. ¿Nos van a jubilar? ¿Ya no conoceremos más suelos? ¿Ni volverán a emocionarnos con el contacto de sus distintas texturas? ¿Ya no iban a acumular nuestras suelas minúsculas partículas de polvo de los caminos que pisáramos? (¡Huy! Qué rociero ha quedado esto).
Después de mucho cavilar hemos llegado a esta conclusión zapateril: nos tratan tan bien porque pretenden que duremos mucho.
El que no se consuela es porque no quiere.